12.5.17

De antes

A Bere, por su sonrisa

Uno sabe cuando la sonrisa es sincera: los ojos se hacen chiquitos, no importa si la piel del rostro se pliega un poco al hacerlo, la otra persona adquiere un brillo más bien difícil de explicar. La señal más clara de que alguien te sonríe de verdad es que te llena, te hace sentir su alegría y no te queda de otra más que sonreír también. Así fue cuando me conoció, me sonrió y supe que era real, que estaría conmigo siempre. Me sujetó entre sus manos, todavía jóvenes y firmes, y me estrechó contra sí. No preguntó mi lugar de procedencia, no le importó mi oscuro aspecto ni las imperfecciones que se volvieron más evidentes conforme pasaba el tiempo y me conocía.

Siempre fuimos un buen equipo, una bonita pareja, sobre todo en los días de frío o durante aquellos años de cuidar a los hijos, y después a los nietos. Durante el frío ella contaba con mi abrazo, con mi cuerpo envolviéndola tanto como me era posible. Uno calentaba al otro para después recibir de vuelta ese calor multiplicado; pocas veces no nos bastamos el uno al otro, culpa mía, sin duda. Lo que siempre agradecí fue que no buscara otro abrigo, que se ¿conformara? conmigo. No era conformarse, era fidelidad, o quizá la falta de recursos, no sé, a veces las cosas más increíbles influyen. Alguna vez escuché que el revoloteo de una seda podía alterar el orden del otro lado del mundo, provocar tragedias, y no lo dudo. Pero el asunto es que nunca me cambió por otro ni se quejó, más allá de lo razonable, de mí. Yo también me podría quejar, pensaba a veces, pero recordaba aquella sonrisa primera, repetida en algunas ocasiones especiales, y mi imposibilidad de reprocharle nada se volvía absoluta. Su sonrisa era una jaculatoria que todo lo podía, que lo conmovía todo.

Cuando le tocó cuidar, primero a sus hijos y después a los hijos de sus hijos, me mantuve cerca siempre. Es una pena que ya no haya conocido a los hijos de los hijos de sus hijos, debieron verla, la breve sonrisa que me dedicara cuando apenas era una joven se multiplicaba como si cada año, como si cada instante de su vida, hubiera estado a la espera de ese momento en que sostenía a los pequeñines para después envolverlos, arrullarlos, simplemente para sonreírles y competirles la dulzura, la inocencia. Y yo estuve ahí, acompañándola para que el cansancio no le llegara pronto, para que la espalda no le doliera tanto al final del día. Ojalá le hubiera podido ayudar más o mejor, evitarle el dolor, aunque fuera, del último día.

La última vez que platiqué de ella con alguien, me dijeron que no, que exageraba, que nadie puede ser tan bueno, que todos tenemos defectos. Afirmaban que mi objetividad estaba deshilachada y que debía remendar mis juicios. Sin duda tendrían razón, no soy el más indicado para la imparcialidad, no con ella. Pero pienso que eso es lo más normal, uno siempre elige qué es lo que va a recordar de las personas, puedes elegir cuál de sus olores te quedas, el día más triste o el más feliz, puedes elegir la época, las risas, la conversación… todo lo que te convenga, todo lo que prefieras, para bien o para mal. Aunque sí, es cierto, a veces uno no puede elegir, simplemente llegan momentos particulares y te fulminan, aunque no quisiera uno, los recuerdas, se te aparecen entre sueños, cambian tu destino, o lo culminan, y hacen mencionarlos, una y otra vez, como ahora que les cuento sobre ella y su sonrisa.

Pero les decía que yo estuve ahí siempre, prácticamente presencié el origen y el fin de todo, o casi. Ayudé cuanto pude, pero ser el pañuelo para los momentos tristes no basta a veces, lo supe y no s eme olvida. En ocasiones lo que se necesita es una palabra de aliento, algún chiste, lo que sea para distraer. Lo intenté tanto como pude, lo juro, pero eso casi nunca es suficiente. Por ejemplo, vi cómo se acabaron las reuniones familiares cuando la hija mayor, enfadada por algo que sigo sin entender pero que parece motivo suficiente para cortar cualquier lazo familiar, levantó a sus muñecas (así les decía a sus hijas), insultó a sus hermanos, observó a su madre con una mezcla de enojo y decepción para después marcharse. No la volvimos a ver en ese comedor sino hasta aquel último día. Pero en ese momento, yo con ella, no pude hacer nada sino, como todos, observar en silencio ese otro tipo de sonrisa que su rostro parió, y digo parió porque sospecho que fue una sonrisa llena de dolor. Después del dolor que debió causarle traerla al mundo tras nueve meses, se compensó con apenas unos segundos de enojo que después se volverían imposible olvido. Siempre es más fácil destruir que crear. A veces miro cómo la gente, al encontrar un hilito suelto, lo jala y lo jala y sólo ve cómo el suéter se empieza a volver otra cosa, hasta quedar irreconocible, hasta ser nada, o algo muy distinto, pero no lo que debía ser.

A veces yo sueño que me encuentran ese hilito que define nuestras vidas, siento adrenalina porque la mano, de equis o ye persona (pero nunca la suya), está por tirar de él. ¿Se imaginan estar a punto de deshacerse, de presenciar su propia muerte o, al menos, su transformación en otra cosa totalmente distinta? Da miedo y no. Quién me reconocerá, quién me negará o pensará que soy nada, apenas una cosa amorfa olvidada en el piso, un estorbo… tal vez, aun así, alguien me vería en mi potencial, en mis ganas de servir y ser recordado. En una de ésas me levantan del piso y, tras mirarme fijamente, me dediquen una sonrisa sincera.

Pero así fue, si tuviera todo el tiempo del mundo y mis hilos no estuvieran expuestos contaría anécdota tras anécdota hasta acabarme todo un carrete de hojas, hasta amanecer con dolor en la muñeca por tanto recordar. Algunas cosas serían agradables, pero otras no tanto, al final siempre llega la tristeza, al menos en el último día. Un ejemplo es ella, yo la acompañé tantos días que no sabría pronunciar semejante número, o tal vez sí, pero no sabría calcularlo. A nuestra manera, y según nuestras risas y llantos, envejecimos juntos. Cada uno fue testigo del agotamiento del otro, sin embargo, no nos separábamos. Es cierto, sus sonrisas cada vez fueron menos frecuentes y sus arrugas se volvieron surcos que sólo regaba el llanto, pero incluso así, y en esto soy tan objetivo como es posible dadas mis condiciones, sus labios contagiaban alegría, y además tenían cierto aire de sabiduría, como si ya lo supiera todo y cada mancha que surgió en su piel fuera todo ese saber tatuado.

Pero no hay rezo o invocación que pueda durar siempre y, salvo en contadas excepciones, el final no siempre es feliz. Ella empezó a padecer ataques de tos, problemas para respirar, dolores que aparentemente no tenían razón de ser, es la vida que me pesa, decía como un murmullo. Es la comida, es el aire que se soltó anoche, es el calor de marzo, decían sus familiares, doctores y conocidos, como si de una quiniela se tratara. Entonces empezó a perder color y peso, ya mi abrigo no le era suficiente y ambos lo sabíamos, yo tampoco ya era el mismo de antes. Se le consiguieron cobijas, sábanas, suéteres, todo lo necesario, o al menos lo posible, para mantenerla a gusto. Ya casi no hablaba ni se movía, dejó de cocinar y de hablar. Sus ojos se volvieron brillantes como los que más, y sus manos temblorosas, como si todas sus fuerzas, toda su vida, se hubieran concentrado en la mirada. Su cabello, otrora negro e inagotable, había perdido color y brillo, incluso se le encogió, podría decir, pero tal vez (y sería una explicación más lógica, creo) sólo se lo cortó y yo no me enteré nunca, porque siempre estuve con ella, pero cuando uno dice “siempre” en realidad casi siempre quiere decir que sólo estuvo la mayor parte del tiempo. Sólo uno mismo está consigo mismo todo el tiempo, y a veces ni eso, decía ella.

Cuando la internaron en el hospital yo no pude ir, no estaba en condiciones de viajar, nadie me quería llevar a donde ella. Quizá es lo mejor, me decía después de tremendos berrinches. Y es que a mi edad sólo se acude a esos sitios cuando el viaje está por terminar y las gaviotas anuncian tierra firme, o que el barco está por partir, depende de cada quien, si prefiere llegar o irse. Yo prefiero la imagen de la embarcación llegando al puerto, creo que la vida es más marea que suelo firme, y tras tanto mareo uno se merece un descanso, un hogar solido. Pero eso ya lo averiguaré, como todos, algún día. El asunto es que no pude ir, sólo escuchaba los chismes, lo que decían en la casa tras noches intranquilas de café y poco más. Creo que cuando la salud se marcha se lleva consigo el hambre de los otros, en su lugar deja nervios y pesadumbre, un ambiente tenso, dirían los que saben de esas cosas. Me imagino que es como cuando se empieza a rasgar el hilito que mantiene al balero unido, lo sigues jugando, pero sabes que se romperá en cualquier momento, que se desprenderá y seguramente te golpeará, o a alguien cercano. No hay remiendo para algunas cosas, aunque los parches u otros artilugios a veces ayudan, simulan la herida, retrasan lo inevitable, aunque sólo es darse largas y rodeos. Como ver una y otra vez aquel video familiar en el que aparece, como si así su partida fuera un mal sueño y la vida real, es decir su sonrisa, estuviera encerrada en la pantalla, eterna.

El último día en realidad sólo es un último día, no es que no vayan a haber más, sólo es el último para una persona, para la vida que llevaban quienes la querían, u odiaban, porque también la pérdida del ser odiado deja qué pensar y sentir. Pero siempre, en menor o mayor medida el vacio se hace sentir, la tristeza te busca y encuentra en algún momento, tarde o temprano algo en tu interior recibe un poquito de ese nuevo vacío, y pesa el cuerpo, pesan los días y los recuerdos. No importa si estás en la cama, en la regadera o en medio del bullicio que surge quién sabe de dónde cada domingo a mediodía, de pronto te sorprende y se sujeta a ti, te acompaña a donde vayas. Ya depende de cada quien el tiempo que esa sombra se sujeta de la suya. Cuando pasó todo, cuando escuché que el fin había llegado, sentí que algo se rasgaba dentro de mí. Si pudiera hubiera llorado como aquel cantante que se empapa de tristeza el rostro mientras canta algo así como neme quitepá, no sé qué signifique, si es que significa algo, pero se le nota una infinita tristeza, y pues así la sentía yo, daban ganas de cavar la tierra una y otra vez, y seguir haciéndolo hasta después de mi muerte, sólo para cubrirla de oro y luz, aunque nunca podría competir con el brillo de esos sus últimos ojos.

Lo más triste de una despedida es no poder estar ahí para despedirte. Me tuve que quedar en el rincón al que ahora pertenecía. De pronto ya no era aceptado ni tomado en cuenta dentro de la casa, bien pudieron trapear conmigo el piso y a nadie le hubiera importado, a veces eso pasa cuando los jóvenes creen que los viejos ya no servimos, que sólo somos un bulto ahí, ocupando espacio, pero se olvidan que nosotros los sostuvimos cuando las piernas todavía no los sabían obedecer. Éstas son cosas que uno no entiende sino hasta que es demasiado tarde, y acabamos sufriendo lo que le provocamos a alguien más. Yo no recuerdo haber hecho daño a nadie, pero ahí estaba, como sin estar, me volví una telaraña en el rincón que nadie quiere limpiar, al que nadie mira. Y no me pude despedir, pero no importa, me dije, ella sabía cuánto la quise… cuánto la quiero y querré, porque tamaño sentimiento no es algo a lo que un puñado de tierra pueda poner fin.

Sobre esos días es mejor no hablar. Todos sabemos cómo es eso, a ninguno nos sobreviven todos para siempre, sería lindo pero no hay forma de volverlos eternos. A veces, y eso es triste, queremos más cuando ya no están que cuando sus brazos aún pueden darnos abrigo y consuelo, tal vez sea para compensar esos cariños no expresados a tiempo, o por aquellos recuerdos elegidos a placer, idealizamos a nuestros difuntos, o al menos se les perdonan sus fallas, se hacen más ligeras. Las virtudes y lo bonito, como el cabello y las uñas, nunca dejan de crecer.

Yo ya no tenía esperanza, todos los días soñaba con ella y me descosía el alma al amanecer e imaginarla bajo aquella corona de flores ya marchita. Una de sus hijas ocupó el lugar en su casa, todas sus pertenencias fueron repartidas de manera más bien curiosa. Pero yo no era quién para quejarme o decir algo, me limitaba a observar en silencio. Y en menos de lo que esperaba la casa se volvió enorme y solitaria, el viejo reloj que entonaba una melodía cada quince minutos ya no estaba, la televisión monocromática se la regalaron al sobrino mayor de la segunda hija, los hijos revisaron escrituras, papeles y deudas, también el cochinito con los ahorros de ella; la hermana que le sobrevivió no quiso nada, a cierta edad a uno ya nada, o casi nada, le sorprende, ya nada quiere, y el día a día se vuelve sólo una fatigosa espera hasta que anuncien la tercera llamada, el reencuentro, la puesta en escena. Y cuando se levanta el telón, se ve a lo lejos un hermoso atardecer en la playa, y esa luz tenue y relajante te invita a la llegada, o a la partida, según cada quien, como dije.

Y cuando dije que casi nada le sorprende es porque casi es casi, pero en términos prácticos es un mundo de distancia, de diferencia, como desde aquí hasta China, como desde el cielo hasta su tumba. Porque este mundo le guarda sorpresas hasta a la telaraña más olvidada en la casa más solitaria del poblado más abandonado que se puedan imaginar. Y aunque yo no soy ni telaraña ni vivo en la casa más solitaria del poblado más abandonado, así me sentía, después de ella ya nadie reparaba en mí. Comencé a sentir algunos estragos propios de mi edad, pero no se lo conté a nadie, ya cada quien carga con suficientes preocupaciones como para echarles las ajenas encima. Así pasaron semanas que parecieron años, o más. En una de ésas apenas pasó un fin de semana, pero es que cuando uno se siente solo bastan unas horas para que la abulia del universo se aviente sobre tus hombros. Pero todo esto era para decir que yo ya no era el mismo, me sentía avejentado y soñaba con mi fin, o con ella y su sonrisa, cuando no era con ella era con mi fin, no había más opción dentro de mi catálogo de ilusiones.

Un día llegó la familia, lo que quedaba de ella; entre discusiones, decesos y ocupaciones más urgentes, no todos asistían a estas comidas. Me alegraron un poco, esas reuniones de domingo por la tarde fueron una tradición siempre que ella estuvo. Mientras llegaban y se acomodaban en la casa, yo los miraba y adivinaba en ellos los rasgos que les heredó, o buscaba en mi memoria otros años, cuando ellos eran apenas unos chiquillos y yo estaba ahí, presenciando sus primeros pasos y tropezones. Sin duda eran buenos tiempos, no mejores ni peores pero distintos, más alegres, ella seguía aquí y seguía fuerte y con harta vida por delante, y aquella sonrisa.

A veces no hace falta sino una comida en compañía de los seres queridos para recuperarse un poco, en algún lugar leí, o escuché, da igual porque las palabras también se leen y releen en la mente, pero decía que la juventud ya sólo se conseguía por contagio cuando cierta edad era alcanzada. Tanto hijo y tanto nieto terminaron por contagiarme un poco. Me sentía remendado, valga la expresión, fuerte y animoso. Aunque me duró poco cuando noté que seguía sin ser más que una mancha de humedad en la pared más apartada de las atenciones familiares. Una mancha tapada por la telaraña…

La comida concluyó ese día, los más pequeños corrían de aquí para allá, los mayores bebían café (¿no les sabrá a velorio?, me pregunto siempre). La tarde comenzaba a terminarse y mi alegría menguaba con ella. Pronto volvería la noche fría y en soledad, después los sueños, con ella acaparando el papel de protagonista y, por último, el triste fin de abrir los ojos al nuevo día, y así hasta el san se acabó que no llega nunca.


Cuando los últimos estaban por irse, un par de niñas seguían corriendo de aquí para allá. Sus respectivos padres les gritaron que ya se iban y se detuvieron en seco. Como si hubieran estado jugando a las estatuas de marfil, se detuvieron y se quedaron ahí, inmóviles, una frente a la mesa y la otra frente a mí. Eran pequeñas todavía, no deben haber cumplido sus quince años todavía, ya sé que alguna joven menor a los quince podría regañarme y aclararme que, incluso a sus diez o doce años ya no es ninguna pequeña, que ya hasta va a la escuela sola y le quitó las rueditas a su bicicleta; sin duda tendrá razón, pero a nosotros los viejos ya todo nos parece apenas suspiro. En fin, entre esos segundos de quedar petrificadas y girar para correr hacia sus padres, alcancé a observarlas detenidamente, me terminaba de grabar el rostro de la que tenía más cerca, cuando sus ojos se desplazaron curiosos hasta el rincón donde me encontraba arrumbado. Su mirada curiosa me sobresaltó como no me había sobresaltado desde hace mucho, fue curioso y raro, pero no estuvo mal. Sus ojitos se volvieron enormes y se enfocaron en mí, me sentía acorralado, ¿me recordaría con su abuela?, ¿me maltrataría o me jugaría alguna broma pesada? Mis hebras se erizaron como si fuera un felino tratando de ahuyentar a su agresor. Apreté los dientes. 

Ella caminaba hacia mí. Despacio, quizá consciente de que pensaba dar batalla, se aproximó más y más. Estuve tentado a gritar, a pedir auxilio, pero la curiosidad y la vergüenza —¿quién grita desesperado nomás por una chiquilla (no tan chiquilla pues) como ella?— me hicieron callar, fingir una calma que nadie creería. Con sus ojitos agigantados y las manos extendidas, se agachó hasta donde estaba, me sujeto con fuerza y entonces la vi. El telón se había levantado y me descubrí en tierra firme, o a punto de partir, ya ni sé. Lo recuerdo y los sentidos se me alteran como si hubiera sido hoy. Aunque su rostro era muy joven todavía, lo adiviné, aposté todo lo que traía, o sea hartos sueños y nada más. Como en un casino los dados comenzaron a rebotar por todos lados, las últimas cartas fueron repartidas y la ruleta giraba como loca. Después de sujetarme frente a sí, la vi, ahí estaba ella, no hay polvo que nos separe del polvo querido, al polvo volvemos siempre, dice el libro. Me sonrió de esa manera en que las personas adquieren un brillo inexplicable, se le hicieron chiquitos los ojos y la vi en ella, su sonrisa inolvidable estaría conmigo siempre, lo sabía desde aquella otra primera vez.

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