12.1.13

Blume

Siempre quise sentarme junto a ella, tan cerca que mis ademanes amenazaran con tocar su rostro al menor descuido, mirarla de frente y comenzar a contarle una historia que atrapara su atención.

Ahí, arrinconados en algún sillón, le contaría aquella anécdota que mi bisabuelo repetía sin parar. Le diría cómo él, proveniente de Alemania, había tenido una participación activa en la guerra que se dio por terminada después de aquellas explosiones que marcaron para siempre a una isla y a generaciones enteras. 


Él formaba parte de la Schutzstaffel (SS), con humor nos contaba que jamás conoció a Adolfo (como el le decía) en persona, pero sólo debido a que no le interesaba, él estaba ahí por el proyecto de una nación, no de un hombre. Desempeñaba un papel impronunciable (es una pena que nunca me enseñara alemán), pero era algo así como supervisor de operaciones, una cuestión parecida. Mi bisabuelo siempre cambiaba algunos nombres, algunos detalles, pero la esencia de su historia, de su vida, siempre fue la misma y clara.

«Esos judios, algunos no tenían ni idea, pero los demás, sus padres, sus colegas...no sabes cuánto daño nos hicieron. Y lo siguen haciendo pero ahora ya nadie tiene los pantalones para ponerlos en su lugar, que es muy lejos de aquí, de cualquier lado. Ya ves como ahora hasta en México vienen a hacer de la suyas, pero bueno, la culpa la tenemos nosotros por permitirlo. Es una pena que ya ni aquí, donde hubieron hombres, pero hombres en serio, de tanta valía, se les pueda poner un alto....»

A partir de ese punto se soltaba a criticar todo, lo malo que antes no era tan malo, lo bueno que ahora no es bueno comparado con lo de antes que sí que era bueno. Todo se había transformado rápidamente y no para bien, decía él.

Ya después contaba cómo fue que salió de Alemania y llegó aquí. No por cobardía y mucho menos por traición. Fue más bien una de esas decisiones que los hombres de verdad, como él, deben tomar en el punto más insospechado de la vida. «son decisiones que parecen más bien triviales pero que te marcan para siempre, a la larga te das cuenta de que lo hacen», decía.

Conoció a una periodista española. «Una de esas mujeres que, sin avisar, hacen que te olvides a ratos de todo. Hasta la guerra y sus últimas derrotas de pronto parecían menos importantes que escucharla y verla sonreír». El caso es que se conocieron, ella tenía algún contacto cercano con la gente de Franco, y le dijo que no lo lograrían. Los aliados estaban trabajando secretamente en algo que pondría fin a la contienda. 

Mi bisabuelo obviamente no le creyó, su gente marchaba libremente sin que nadie lograra ponerles freno ni resistencia digna de mención. 

Ellos dos salían a comer juntos, caminaban, discutían sobre política y los últimos acontecimientos. Así estuvieron algún tiempo (mi bisabuelo nunca atinó a dar una cantidad de tiempo preciso, y en realidad no importa). 

Finalmente, ella, con la certeza de la derrota próxima, había sido mandada a llamar de vuelta a España. Le pidió a él que la acompañara. Que se fueran antes de que ya no hubiera tiempo y todo se viniera abajo. Él se negó, no podía dejar a los suyos así ni aceptar una derrota anticipada.

Una noche antes de que ella partiera definitivamente, él se dedicó a revisar papeles y repasar las acciones que tendrían lugar el día siguiente. Entre tanto papeleo se encontró con la transcripción de una marcha que él había ayudado a componer. La apartó del resto de los documentos y se fue a dormir con aquella melodía en su cabeza.

«A primera hora del día desperté con la mayor de las certezas, o necedades dirían algunos, que haya tenido en toda mi vida. Me vestí rápidamente y salí corriendo rumbo a mi automóvil y, ya dentro de él y con el motor encendido, manejé apresuradamente hasta donde ella vivía. Toque la puerta insistentemente y salió ella con una maleta, creyó que era el chofer que la llevaría de vuelta a su país...y bueno, efectivamente eso hice. Lo que no sabía era que ese chofer la llevaría y ya no la dejaría sola un instante». Así lo contaba él orgullosamente y creyendo que sus chistes tenían el mismo efecto aunque ya los hubiera contado diez veces antes.

Mientras el avión se apartaba de aquel inverosímil lugar que los vio quererse por vez primera, ella le preguntó el porqué de su cambio de parecer, por qué lo dejó todo para irse con ella. Él, con una sonrisa llena de orgullo la mira a los ojos, y le dice que hizo todo lo que pudo. Que aportó todo de sí y que instruyó a tantos para hacer su trabajo, y el de diez como él, que en realidad ya no tenía caso quedarse. Que la victoria llegaría o no, pero que él había cumplido su parte. Ella lo miró incrédula y sonrieron al mismo tiempo. Entonces él le dijo: «Auf der Heide blüht ein kleines Blümelein und das heißt : Erika»

No hace falta decir que, casualmente, mi bisabuela se llamaba Erika, y que, efectivamente, él ya no se separó de ella jamás. «Son decisiones que cuestan, hijo, pero una vez que lo tienes claro, no importa lo demás, ahí está y tienes que ir por tu objetivo, no hay más». Terminaba diciéndome al tiempo que me daba una palmada en la espalda, como indicando que la historia había terminado y que era tiempo de que me fuera a jugar o a hacer otra cosa.


Sí, siempre quise sentarme a su lado y contarle una historia así. Es una lástima que hoy no esté conmigo, que no haya conocido a mi bisabuelo y no haber tenido un pariente que me contara historias de la guerra.

Por otro lado, siempre hay historias que contar y que inventar. Lo mío será subir al avión con ella y decirle también: "En el brezal florece una pequeña flor y se llama [como tú]", mientras sonreímos.

Ya habrá sillones que compartir, no hay más...



Esta es la canción que compuso el bisabuelo.
La que, distinta, escucharás y sabrás tuya...











10.1.13

(NaCl) Siempre presente

Se encontró con un viejo borracho, de esos que lo mismo pueden inspirar la risa o el temor, de esos que, no importa cuánto hayan bebido o hablado, siempre tienen algo que decir. Y empezó como todos: pidiendo algo. El joven le negó aquello con un "no, gracias", después cayó en la cuenta de que aquellas dos palabras no tenían sentido, pero qué más daba, ya las había dicho y parecía que habían funcionado. El viejo lo miró como queriendo desentrañar algo en el rostro de aquel tipo con respuestas absurdas, y comenzó a caminar justo por donde había llegado, pero se detuvo. Giro de pronto con más agilidad de la que uno supondría para alguien en su condición y volvió hacía el joven. Lo miro de nuevo fijamente, pero esta vez lo hacía para causar tensión y expectativa. Iba a decir algo, era evidente y sus labios comenzaban a despegarse uno del otro. Finalmente enderezó su destilado cuerpo y le dijo:

—Ya no tienes qué decir, ya no sabrás hacerlo, te falta sal. Te falta sal muchacho, eres un desierto, triste y envejeciendo.

Aquello parecía tan absurdo como el "no, gracias" que le respondió él al borracho. Quizá quería desquitarse y nada más. Tal vez, lo confundió con otra persona o simplemente estaba en medio de un delirio. De cualquier forma, todo el camino de vuelta estuvo pensando en aquellas palabras, en los posibles significados. Finalmente, apelando a la sabiduría que se le atribuye a los ancianos y a la sinceridad innegable de los borrachos, comenzó a identificarse con aquellas palabras.

Una vez que se encontró de frente a su hogar, olvidó todo aquello y volvió a las actividades de siempre, cenó algo, prendió la tele, se encontró uno de esos programas absurdos que últimamente parecen abundar y la apagó. Tomó un libro pero su ánimo no estaba para cuentos policiales así que encendió su computadora dispuesto a escribir.

Avanzaba una linea y borraba dos, escribía otro poco, lo leía y terminaba por comenzar de cero. Se dio cuenta de que no llegaría a ningún sitio, como si las palabras se escondieran o las ideas fueran un vulgar revoltijo. Y se acordó del viejo.

Recordó esa sentencia implacable, esa descripción de su persona que, de pronto y en vista del transcurrir de las últimos días, le quedaba como anillo al dedo. Maldijo al anciano y se fue a dormir con la certeza de que las palabras no volverían esa noche y que la voz embriagada de aquel viejo se quedaría para ocupar el vacío.

Por fin se quedó dormido e incluso comenzó a soñar; inmóvil, en medio de las sábanas y de aquella fría noche, sus parpados comenzaron a agitarse convulsamente. Las palabras comenzaron a desfilar en su cabeza.

Nada pasa, cruza y nada
sobre la silueta perfecta
que es el mar su mirada,
surcan tantos, la descubres selecta.

Pasa nada, nubes grises en lontananza,
es ella que te preña de ideas,
sal escurriendo mejillas, avanzan,
tropiezan, se encuentran, no para.

Cuerpos próximos, mareas, encallas,
encaras dudas, disipas cabellos atrás, 
más atrás de su cuello,
y te descubres salitre,
marca en su espalda de sirena.
Aúllan fuera, sudor, calor, paciencia.

Es la costa y su espuma,
es su ausencia y su presencia difusa.
Te sabes entre sus papilas,
entre sus pupilas fluorescentes al filo de la noche
al filo de la cama y la nada, pasa.

Escribe pinta, rasga canta,
la quieres paciencia.
Su risa despierta ciudades
colonias, revoluciones, verdades.

Sazona al mundo y te hace flotar
en su oleaje contundente,
con tridente de reina,
de suerte bella,
de nada
y pasa.

Estírate, 
inhala, 
sostén, 
exhala.

Estírate hasta cubrirla toda
y volverte ella, espuma de la orilla
que el todo y la nada precipita.

Inhala fuerte y alucina 
con su perfume de oriente,
rosa náutica es, tu norte
tu puerto de partida y llegada

Sostén y no te sueltes,
gánate el ancla profunda y firme,
deshazte de lo prescindible:
adiós piratas, tempestad, sostén.

Exhala y ya,
despierta,
a por ella,
a la sal
de vida
da mar
sueño
realidad.


La sal, esa que le dieron a probar. La de la vida, la de la poesía que aún busca aprehender y no perder.