El
mundial de futbol (quizá haya otro) ha terminado y ahora, 1:41 del recién
parido martes, caigo en la cuenta de su fin. Me viene a la mente esa cita que
tanto he escuchado, no logro recordar de quién es pero dice algo así: el futbol
es ese deporte donde juegan once contra once y siempre ganan los alemanes.
Ganó
el juego bonito y propositivo, lástima por Messi, aunque le dieron ese
inmerecido premio de consolación. No parecían once contra once, un par de
jugadores no pueden hacer lo que sus compañeros no (aunque sí los llevan a la
final), y sí, ganaron los alemanes.
En
medio de este no saberme sin mundial pienso en algunas personas que sin duda se
habrán alegrado una enormidad por el resultado del partido. Por mi parte, no sé
bien cómo era eso de vivir sin mundial, medio empiezo a darme cuenta y no me
convence del todo. Incluso lo poco que escribía lo hacía pensando en el redondo
y las patadas que convierte en euforia.
Habrá que cambiar de tema mientras tacho los días del calendario, sólo
son 1423 para Rusia 2018, ni más ni menos (y la cifra me hace pensar en una
posible formación).
Y
nada, las injusticias y los caprichos se dan en todos lados, pero también las
sonrisas. Ahora les sugiero airadamente que me recomienden tema de
conversación. El chiste, dicen
seriamente, es persistir, no claudicar, escribir y escribir, hacerlo bien, entregarse
al texto o de plano no hacerlo y dedicarse a otra cosa. Yo quiero ser necio.
Y
como buen necio, puedo contar la misma anécdota de siempre, la que sólo pienso
y jamás he compartido. Decir en principio, porque sin un buen comienzo no hay
final digno de la memoria, que amanecí en un lugar que no era el mío pero me
sentía de maravilla. Había tanto por ver, por hacer, por probar y recorrer, el
pequeño gran paso, a mi manera; pero me volví y la vi y me perdí y no supe que
fue de mí, pura sonrisa.
Un
día soleado comenzaba, la búsqueda del mercado, los reclamos superados del día
anterior, el preludio de los que estaban por venir, su mano, mis silencios, sus
labios, mi vida, su andar seguro, mi por un segundo de tu tiempo doy el mundo.
Uno
puede describir cada detalle de un día específico, hora por hora, sitio por
sitio, cada mirada y cada abrazo, pero tiene razón, es mejor cuando se vive.
Las palabras suelen no bastar, algo se pierde, desde que el aire despeina su
cabello hasta que yo escribo la primera letra pasa tanto que no es igual. Pero
podría intentar contagiar la maravilla de aquel insecto posado sobre una blusa
exhibida a media calle, insecto desconocido e inmóvil, apenas se puede adivinar
que respira y observa, que se da su tiempo para pensar y maravillarse por el
lugar en el que se encuentra. Se deja observar y nada más le importa, sólo ese
instante en que se sabe vivo y amaga con dar un paso. Pero no se mueve, y lo
observo y ella también, y aquel y tantos más. Es un puesto alejado del bullicio
infaltable en las ciudades, pero nuestro latir lleva ese otro ritmo más
agitado, más apresurado; el insecto está por revelar su secreto, la epifanía
que cambia vidas o las termina, está por dar ese paso que le da sentido a la
existencia… pero no hay tiempo, creemos que no lo hay, volteamos a otro lado,
abandonamos la espera y miramos a nuestro alrededor. De pronto pasa, mis ojos se
cruzan con los de ella, desaparece el insecto, los transeúntes, las blusas, el
sol.
Y el
secreto de la vida deja de importar cuando la vida se posa ante uno, no
importan los cerrojos y misterios, esos ya irán desapareciendo, uno a uno,
cuando la bombilla de la noche se apague.
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