3.5.13

Fanfaras


Empezó como empieza todo, con los metales interrumpiendo el silencio de los ángeles. El aire se partió en un, dos, tres, cuatro, un dos tres cuatro, y se perdió el piso. Pronto todo se volvió un caos envuelto por la extraña armonía de brazos agitados y caderas al borde del quebranto. Los gritos surgían de aquí y de allá, todas las voces vueltas una, todos los cuerpos un mar, premonición de la tormenta.

Para el ojo distante y ajeno, aquello no tenía explicación ni razón de ser, miraban extrañados o pasaban de largo, indiferentes. Para el ojo ubicado en medio del huracán, ese día no tenía otra razón de ser sino ese instante, ese lugar preciso.

Pronto comenzó a sentirse más ligero, el peso de los días, del trabajo y de la vida misma, se diluía con esa danza heterogénea y primitiva de la que era participe. Sólo a ratos, un pensamiento invadía su cuello obligándolo a buscar algo que no hallaría entre la multitud. Los metales no cesan, el viento los lleva más allá de la muerte.

De pronto llegó una calma inexplicable, el canto de un coro de sirenas venidas del viejo mundo penetró en los huesos de él, de todos; se trataba de un canto triste surgido de las entrañas de la ciudad, era el triste orgasmo colectivo que todos esperaban pero que no creían posible, la tierra se abrió y el cielo se tornó oscuro.

Aquellos ángeles, antes acallados, prorrumpieron en llanto, un llanto dulce y puro, uno que brotaba del cielo y de cada uno de aquellos cuerpos.

Su cuello se liberó de toda presión, ya no hacía falta girar ni buscar entre las sombras. Ahí estaba ella, con toda su belleza, en medio del ruido y la calma, entre los cabellos agitados y los pies tratando de tocar el cielo. Ahí estaba, con el llanto, con él: bajo su sombra.

Devino la calma y cada quien se retiró con su soledad a cuestas. Con ese esbozo de sonrisa que la memoria reconstruirá años más tardes, con los metales interrumpiendo el silencio.

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